Casas rurales en Cazorla, Segura y las Villas. Turismo rural.

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domingo, noviembre 26, 2006

Memoria personal de un paisaje

Arriba, aferrado a la roca y ya formando parte de ella, se yergue Segura de la Sierra. Un blanco espectáculo coronado en piedra dorada. Delante, abajo, se extienden las casas de las aldeas, que continúan creciendo. A veces sin saber muy bien hacia dónde y por qué. Volvemos al lugar que nos ha visto pasar los años. Tomamos el carril que nos lleva al rincón que hemos paseado tantas veces, tanto tiempo. Y esta vez venimos todos.

Hace ya treinta años. Llegamos en mitad de una mañana de domingo. La primera impresión es de algo intacto, intocado en mucho tiempo. La casa en la que han vivido los sucesivos guardas está cerrada hace mucho. El paisaje desprende limpidez, pureza. Mi novia, mis amigos y yo paseamos buscando las mejores vistas, la sensación de sobrevolar el espacio que se extiende hasta las montañas de enfrente. Aunque ya es primavera y el sol va calentando cada día más, siguen elevándose columnas de humo de algunas chimeneas. Junto al verde intenso , casi agresivo, de los pinos, salpican frágiles flores amarillas, azules, rosas, violetas, … El espliego, la lavanda y el tomillo desprenden vaharadas de perfume apenas se los toca. La naturaleza está a punto de eclosionar, de hecho ya ha empezado a mostrar toda su variedad y belleza tras el invierno. Nuestras ilusiones van al mismo ritmo. Nos casamos dentro de unos meses.

(Foto: Tomás Gallego)Diez años más tarde. Es una mañana de verano. Todavía no hace mucho calor. Mis hijos están terminando el desayuno y hablando de lo que van a hacer. Hoy no tenemos excursión con los amigos y sus hijos. Naturalmente, ellos no pueden estar quietos y, como muchas otras mañanas y tardes, me piden que los lleve a jugar a su “fortaleza”. Me parece bien. No, en realidad me parece muy bien. Tardamos menos de diez minutos. Ellos salen del coche y, corriendo, se me pierden de vista, aunque yo sé perfectamente dónde han ido. Saco el libro que estoy leyendo y me siento en el sitio de siempre. Al rato, me paso a ver cómo juegan. Para ellos, esas piedras son el recinto de un castillo, en el que igual habitan seres que sólo pueblan su imaginario fantástico (personajes invisibles, reyes, reinas, príncipes y princesas, magos, hadas, gnomos, poderosos guerreros,…), que se trueca en tienda en la que compran y venden todo lo que se les ocurre, especialmente libros, cómics y periódicos, sus aficiones preferidas, sin tener demasiado en cuenta el beneficio y las leyes del mercado. Me voy a pasear un rato, sin prisas, mirando todo lo que pasa a mi lado, escuchando a los pájaros que apenas puedo adivinar entre las ramas, haciendo pequeños descubrimientos en cada recodo. Una flor nueva para mí. La copa de un pino piñonero que sobresale de entre las que tiene a su alrededor. Un ruido entre arbustos que anuncia la fauna invisible, las lagartijas que se mueven raudas sobre las rocas, una ardilla que trepa por un tronco después de haber encontrado algo de comer,… Y al fondo los sonidos de juegos infantiles que transforman el mundo de los adultos que vivimos junto a ellos.

Otra década más. Y el mismo lugar. Pero esta mañana de primavera suena diferente y tiene un aspecto muy distinto. Nos hemos reunido mucha gente. Hoy, la antigua casa del guarda acaba de transformarse en un hotel rural. Confluyen en un punto del espacio y un momento del tiempo las ilusiones de un grupo de jóvenes, sus familias, sus amigos, las autoridades locales e incluso algunas personas “que pasaban por allí”. Ilusiones acerca de un futuro que evite la emigración, posibilite una estabilidad económica y proporcione un lugar de trabajo al que llamar “nuestro”. Bebemos algo y comemos lo que siempre se ha comido en esta Sierra de Segura: cordero del lugar, andrajos, galianos y ajos varios, con algún añadido de reciente incorporación a la dieta local. Pasamos por el bar, el restaurante, la recepción, las habitaciones, la hermosísima terraza exterior, la piscina. También echamos un vistazo al cercado del jabalí. Allí, el animal, un jabato que corretea de un lado a otro, bebe en el tornajo rescatado para este lugar. Este mediodía el bosque humano no deja ver el paisaje de siempre. Es el día de la obra del hombre, y me pregunto si podré seguir disfrutando de este sitio, que considero mío, ahora que ya es de todos en mayor medida.

(Foto: Tomás Gallego)Verano de 2006. Ha pasado la siesta. Para desperezarme, nada mejor que un café a la sombrita, en esta terraza que tantas veces he disfrutado. Antes, estirando las piernas, he llegado hasta el cercado del jabalí. Posiblemente sea uno diferente al que vi hace tanto tiempo. Seguro. Pero la impresión no ha cambiado. Desde allí la perspectiva sigue siendo la misma. Cumbres soñolientas, casas, renovadas muchas de ellas, un castillo redivivo que está dispuesto a mostrar lo que era y lo que es, barrancos que siguen escondiendo sus secretos, algunas zonas quemadas por la incuria o la mala fe de algunos,… También he pasado esta mañana por la antigua “fortaleza”. Las piedras conservan la magia de otros tiempos y, cada pocos minutos, veo que las miradas de mis hijos se dirigen hacia donde se esconde su lugar de juegos preferido. Desde mi sillón, cómodamente instalado, veo a mi mujer que se recrea en la lectura de su última adquisición. Mis hijos y sus parejas ríen y juguetean en la piscina, una ardilla se alza en las ramas de un pino cercano, arriba y abajo, a un lado y otro, frágil y bella a la vez. Después de tantos años, la vida es lo que es. Un crecimiento que puede ser duro y bello al tiempo, y en la que, a veces, un paisaje actúa de hilo conductor para seguir persiguiendo la felicidad.

Fuente: Diario JaénAlDía. Licencia libre GNU.

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